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lunes, 08 octubre 2012

¿Cómo estar seguro de que no estoy bailando?

Estoy seguro que entenderán la angustia existencial que transmite la pregunta que da inicio a esta intervención. ¿Qué es todo esto? ¿Qué hago aquí? ¿Cómo yo podría estar vinculado a este mundo del cuerpo, del ritmo, del movimiento, del baile? De hecho, mi primer recuerdo como sujeto, como una subjetividad que interviene en el curso de las cosas, es el de haber sentado a mi madre stalinista para aclararle de manera terminante que me negaba a seguir yendo a expresión corporal en el Collegium Musicum. Por si fuera poca cosa ponerle pantimedias a un niño de siete u ocho años y hacerlo moverse en lo que ahora recuerdo como espasmos de un cuerpo que no sabe que lo es, se trataba también de que ese niñito interactuara con otros, o al menos que fuera para el mismo lado del escenario. Por algún motivo recuerdo la imagen de Andrés Percivale entrevistando a la profesora, las luces fuertes, los demás niños rotando en una dirección y yo exactamente en la contraria, una situación cuyo equivalente automovilístico es el de un ir hacia Liniers mientras todos los demás van hacia la Panamericana.

Soy de los que no bailan en las fiestas, de esos que odian levantarse de la mesa en los casamientos, de los que imploran por una buena tempestad que suspenda la fiesta a cielo abierto, de los que ansían cortocircuitos que arrasen con los equipos que pasan música a todo volumen. Amo que haya enyesados, politraumatizados y ancianos en las reuniones. Es indicio de que no estaré solo.

Así que mi proposito aquí es marchar a paso firme hacia la certeza de que de ninguna manera pueda decirse de mí que estoy bailando. Lo cual en esta situación, entenderán, no es nada sencillo. Es importante que se entienda el punto. Ya hace mucho el filósofo Arthur Danto ha asentado que los problemas filosóficos comienzan en una situación en la cual no podemos discriminar entre dos objetos o acciones idénticas, aún cuando sabemos que una es cualitativamente distinta a la otra. Un brazo que se levanta puede ser un espasmo involuntario, un gesto para detener un taxi, un saludo fascista, un ejercicio de elongación, el inicio de un reto o un remedo de una propaganda de desodorante. En el mundo del arte es muy popular el gesto teórico que desde el urinario de Duchamp y las cajas Brillo o las latas de sopa Campbell de Warhol ha extendido la clase de respuestas y propuestas esperadas en una exposición o en un marco institucional considerado como “artístico”.

Un perro de la calle atado puede ser una instalación, un lienzo vacío puede ser un retrato de nuestra condición existencial actual, cuatro minutos treinta y tres segundos de silencio pueden ser la última canción de John Cage. Por lo tanto las posibilidades de que se incurra en lo que Gilbert Ryle llamaba un error categorial son ahora más limitadas que antaño. Lo que quería decir Ryle es que es un error decir que una lata de sopa es “desafiante” o “profunda”, pero las latas de Warhol admiten ser habladas así. Puede ser un error categorial llamar fascista a quien detiene un taxi, o creer que unos cabezas rapadas simplemente están elongando, pero yo últimamente encuentro las cosas menos claras de lo que debieran ser.

Para los que creen que la filosofía es un macro emprendimiento civilizatorio destinado a proveer soluciones lingüísticas a los problemas que nadie tiene, les comento que yo sufro el problema de la atribución categorial de manera recurrente. Es lo que Danto llama una ontological mislocation, algo que malamente puedo traducir como desubicación ontológica. Como sea, no es extraño que yo sea un desubicado, algo que esta anécdota expresa magníficamente: terminábamos de ver un departamento en alquiler. Bajamos y ya en la puerta el tipo que nos mostraba el lugar nos dice “además acá a tres cuadras está el subte”, y en tanto que lo dice extiende el brazo. Yo pensé que era una persona confianzuda, pero bue, un abrazo no se le niega a nadie, así que, ¡venga hermano!. Y nos fundimos en un abrazo ridículo, fraternos para el desconcierto. Esa persona simplemente quería señalar la dirección en la que estaba el subte. Pero en el camino había ganado un amigo para siempre.

Los equívocos categoriales se suceden en nuestra vida, y el arte contemporáneo no hace más que multiplicarlos.

Caso 1:“No me di cuenta que era tu última obra. Pensé que era un apoyavasos..”

Caso 2: “no sé, andaba medio mal el sonido no? Porque no se escuchaba un pomo...”

Caso 3:“yo: no me gustó ese tipo con muletas en el circo, no me pareció que hiciera gran cosa...

cualquier otro: no, boludo, es un paralítico de verdad...”

Esa creciente extensión del mundo del arte, el borramiento de sus fronteras, la confusión ontológica a la que propenden las súbitas desubicaciones categoriales amenaza ahora con abarcarme a mí también. Mi hombro lastimado no me deja mentir. En estos días de preparación he estado también recuperándome de una tendinitis rebelde en el hombro. Esto supone hacer ciertos ejercicios, algunos de los cuales involucran movimientos y cambios de posición. Fue sabiendo eso, y sabiendo la condición traumatizada en la que vivo, que mi mujer malignamente al verme con las bandas elásticas para ejercitar me dijo como al pasar... “ah, estás bailando ahora?”. Y para peor, los ejercicios, al igual que los movimientos pautados de los bailarines, reciben el nombre de rutina, lo cual en mi caso supone desgarrarme en vano el brazo, ejercitar una, dos, diez veces el brazo lastimado, para terminar siempre, invariablemente, diciendo lo mismo: “duele, mierda”.

El buenazo de Danto dijo lo suyo en un libro llamado, justamente, “La transfiguracion del lugar común”. La idea es que el arte ha abandonado la idea de una esfera distanciada, apartada del ritmo mundano de la vida práctica, y avanza ahora sobre los espacios compartidos, los sentidos más triviales y considerados obvios, las acciones más capilarmente dispersas, incrustadas en el fluir de ocurrencias que tan sólo parcialmente nos detenemos a analizar. Curiosamente, o no tanto, de la filosofía se ha dicho lo mismo. Como filosofía del lenguaje ordinario, como relevamiento de los mundos que validamos en las más pequeñas intervenciones a diario, la idea es oponerse a la imagen con la que se ha condenado a ambos tipos de práctica: la de la torre de marfil, la del inútil, la del ocioso, apartado del fluir de las preocupaciones cotidianas.

Pero ocurre aquí que el tema es menos la inutilidad o el ocio que la paciencia. Paciencia para entender que a veces, y sólo a veces, podemos analizar las movidas de esta vida como lo que son, movimientos, desplazamientos materiales y simbólicos que tal vez, tal vez, y sólo tal vez, tengamos ganas de interpelar desde otro lado. Como quien abre un paréntesis, algo que uno seguramente hace para alguna vez cerrar, pero sabiendo que es posible que el resultado de lo que entrega el paréntesis cambie varias veces de signo en el transcurso de la operación. El arte y la filosofía, dice Danto, aparecen cuando se forja un concepto de realidad que es el que empleamos a diario, y respecto del cual necesitamos en ocasiones una estrategia de distanciamiento, de puesta entre paréntesis, para renegociar los sentidos atribuidos previamente. Todo esto en aras de seguir viviendo luego, en una realidad transfigurada. Lejos de la torre, entonces, y muy al contrario, lo que estamos haciendo es explorar las posibilidades alternativas para desplazarse en todo lo que no es de marfil, el plano de concretos en el ruido de la urbe que somos.

Para quien no crea que el cuerpo y el lenguaje son dos dominios completamente separados, sino más bien campos de generación de dolor y placer por medio de tecnologías complementarias y cooperativas, entonces es cuestión de seguir las posibilidades del movimiento. Y ocurre entonces que es posible apreciar que la filosofía ha estado comprometida con la idea del movimiento, el problema del movimiento, e incluso en tipos como Hegel no es otra cosa que el seguimiento del auto-movimiento de los conceptos. No por nada la enorme mayoría de nuestros conceptos operativos para analizar la conducta verbal recurren a la figura del desplazamiento, la epífora del significado, que es lo que anida detrás de la metáfora, que es así llamada el borde vivo del lenguaje, y sabemos que está vivo porque se mueve...

En el movimiento y en la metáfora se hermanan nuestros cursos, se terminan de identificar lábilmente nuestras operaciones. Operaciones que siempre, al parecer, con suerte, terminan en el linde entre la satisfacción existencial y el dolor corporal. Un cuerpo que duele, vertebrado e invertebrado de llevar en vano libros por todos lados en mochilas mal balanceadas, de agotar las posibilidades y las extremidades buscando movimientos que no se parezcan a los anteriores. Pero si duele, duele cuando se mueve.

Y no es que el dolor vaya a enseñar algo. Tan solo duele. Pero después prendemos la máquina de conjeturar, y como conjeturar podemos conjeturar cualquier cosa, no dudamos en transferir atributos, cualidades, pregnancias, olores e imágenes de acá para allá. Y eso es lo que llamamos metáfora. Un criterio de identidad lábil, tan lábil, que nos enseña a qué se parecen estos nuevos dolores, a la luz de los viejos. Y ya estamos en el dominio de metaforizar y categorizar objetos, ocurrencias, acciones. Pero en el camino perdemos el control, la ansiosa delimitación de una primera persona que controla “significados”. Parimos conjeturas para que otros las críen y vean qué nuevos vástagos traen. Nuestros conceptos dependen de eso, y de la gravedad que le conferimos a todo ello. Pero también se recuestan en estos procedimientos nuestras estrategias más humildes para sobre-existir estos mundos. El humor, por ejemplo.

-Hijo, en esta casa respetamos todos los gustos. A mamá, por ejemplo, le gusta Silvio Rodríguez. A mí, en cambio, me gusta la música.

-Nos gusta salir a comer afuera. A veces comemos bien, y a veces vamos a tu casa.

-A ver, volvelo a decir, pero que esta vez sea interesante.

Un entero mundo de categorías, atribuciones, definiciones de objetos, acciones y procesos está en juego aún en la más pueril de las bromas. Metáfora, metonimia, sinécdoque, ironía, y así. Accionamos con el cuerpo y con las palabras, que son modos de mover creencias y significados que no son otra cosa que hábitos, reglas y búsquedas. Pero para mi desgracia yo no controlo sus conjeturas. Las sombras que yo soy dependen de dónde ponen los demás sus luces. Al ponerme acá yo me vuelvo parte del universo del que se puede decir, sin cometer ningún error categorial, cualquier cosa informada por el vocabulario crítico del mundo del arte. Y así, al final de este recorrido, lo más cerca que estaré del mundo del arte son cosas como ésta:

-Che, qué tronco el de anteojitos.

-Fuimos a ver a los artistas. Y también estaba Nicolás.

-El arte contemporáneo tiene estas cosas: la decadencia.

Ya Hegel, el patrón del automovimiento de los conceptos, estableció que el poder de empujar nuestras contradicciones hasta un límite es lo que nos conduce hacia un nuevo estado de cosas. Un estado de cosas en el cual lo anterior no desaparece, sino que se retiene, pero resignificado. Se cancela y se niega, para preservarse. Se consuma y se consume, como se consuman los matrimonios y se consumen los cigarrillos, o viceversa. La filosofía lo que trae es el saber de la razón, la razón dialéctica, cabe decir, que no es otra cosa que el poder reconciliarse en las contradicciones. Es un saber, un saber de la ruina, de todas las ruinas que tenemos que ser antes de poder ser algo.

El ejemplo paradigmático de Hegel, un teólogo moralista al fin y al cabo, era el del abismo que se abre entre el criminal y el orden jurídico, que hace que de todos nosotros sea el criminal el que tiene más patente y presente el frágil orden legal que articula esta vida en sociedad. A un nivel mucho más modesto, naturalmente, puedo decirles que como saber de la ruina no es que me haya reconciliado con la idea de estar bailando. Al contrario, vivo en el trauma reactualizado permanentemente, hasta casi poder decir que me controla a voluntad. Pero en el interín me doy cuenta que ese trauma tan sólo se ve parcialmente limitado por la sensación de extrañeza, la infame esperanza de poder subir a un escenario como lo hacen los niños una vez que terminan los actos de fin de año, para hacer un par de monigotadas y bajar a los gritos diciendo “¿estuve bien?, ¿estuve bien?”. Antes monigote que bailarín, diría, porque al menos en mi caso es claro que lo primero conduce a un ridículo buscado, en tanto lo segundo es completamente involuntario.

Pero entiendo que no hay una respuesta que yo pueda darme a mí mismo al respecto. Nunca estaré seguro de no estar bailando. Dependo de ustedes, de mis compañeros, de todos los que puedan llegar a decir algo al respecto. Las sombras indicativas de mi masa y de mi movimiento dependerán de la perspectiva y la posición de todas las luces que pueblan este horizonte.

El inquieto torbellino que es esta experiencia es también el de una renuncia: como puede inferir cualquiera que me haya visto bailar, de la ruina se pueden aprender muchas cosas. Pero no las diré yo. No puedo decirlas. Dejaré, entonces, que las digan ustedes, mientras yo sigo perpetrando criminalmente todas estas rutinas que me vuelven un manojo de contradicciones a medio traumar, una consumación que se consume en una sombra con tendinitis.

Díganlas, vamos, mientras yo sigo perpetrando mis crímenes de pie fácil, indistinguible en el trasfondo de los rústicos, ruina sabida, pero no por eso menos ruinosa.

Esperando una tempestad.

O al menos un cortocircuito.

Nicolás Lavagnino

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